Todos los seres humanos nacen sesgados, es decir, tienen miedo de los extraños. Este es un elemento esencial del instinto más básico presente en todas las formas de vida: el instinto de supervivencia.
Este prejuicio debe ser desaprendido, desde la infancia, a través del contacto con una amplia variedad de personas. El miedo instintivo a los extraños debe ser reemplazado por un profundo entendimiento de que aunque existen diferencias superficiales, todas las personas son iguales, no hay monstruos entre nosotros, o al menos monstruos cuya identidad se puede discernir por su apariencia.
Este es un proceso intelectual que continúa hasta la edad adulta. Aprendemos, intelectualmente, a ignorar nuestros instintos primitivos y a darnos cuenta de que solo en casos excepcionales los extraños son realmente peligrosos y que vivimos en una sociedad en la que cada uno de nosotros ayuda a garantizar la seguridad del resto.
A menudo escucho a la gente decir: “No soy racista”, “No tengo prejuicios”. O incluso, “Soy ciega al color”. Estas personas se están engañando a sí mismas. Están negando sus instintos y adoptando superficialmente las actitudes que creen que son socialmente aceptables. No están tratando con sus puntos de vista subyacentes.
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La verdad es que todos somos racistas. Nosotros nacemos de esa manera. Es la condición humana. Pero también somos seres conscientes y podemos elegir no honrar estos instintos, sino profundizar en las verdades sobre la raza humana y elegir ver a los demás, independientemente de las diferencias superficiales, como nuestros iguales. Eso comienza con reconocer la verdad sobre nosotros mismos.